lunes, 22 de agosto de 2011

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Bajé hasta la heladería y miré. Estuve un rato esperando, pero ella no apareció. Mientras fruncía las cejas en un intento por ver más lejos que los semáforos, empezó a sonar a lo lejos un tema de La Hermana Menor. Disfruté mientras lo tarareaba bajito y esperé un poco más, hasta que finalmente me dije que no vendría, no hoy; por lo que di media vuelta y caminé hacia la puerta del edificio.
Al mirar hacia la profundidad de la calle oscura que atravesaba la avenida, descubrí que la música provenía de una vieja radio que sostenía agarrada del asa ese personaje conocido como el Tussi. Me acerqué a corroborar mi impresión y sí, era efectivamente él, cantando arriba de la versión instrumental de una canción. Iba caminando lento, un poco por la calle, otro poco por la vereda, adentrándose en la calle oscura; venía desde la avenida y parecía sin rumbo. Me extiendió el brazo que sujetaba la radio, ofreciéndome una mejilla. Nos saludamos y se puso a contarme las ventajas acústicas que ofrece cantar solo en la calle, algo que involucraba el asfalto y las copas de los árboles que no pude retener.
En seguida se nos unió un tipo de capucha, se colocó al otro lado y después de saludarnos a ambos, ofreció un porro ínfimo. Lo tomé con mucho cuidado y después de darle una larga pitada lo pase hacia mi izquierda. El Tussi, sonriente siempre, dejó ver sus dientes separados algo ennegrecidos y le dio la última pitada sujetándolo casi con las uñas, sin dejar que los labios toquen siquiera el minúsculo porro que se apagó lastimosamente segundos después. Él, sonriente siempre.

Habíamos llegado a una altura de la calle que estaba copada por transeúntes, los autos avanzaban lentamente por la angosta calle. Me creía bastante conocedor del barrio, por lo que me llamó la atención no haber reparado nunca en este extraño tramo de la calle habitualmente oscura: a lo largo de una cuadra se habían colocado en una extraña sucesión bares, locales bailables y algunos antros oscuros que a todas luces parecían prostíbulos. Todos se agrupaban de manera reducida, como si fuese una zona muy codiciada por los propietarios y éstos hubiesen resuelto de común acuerdo reducir al mínimo el tamaño de los locales para poder entrar todos; los locales menos lucidos quedaron instalados sobre otros, lo que resultaba siendo una larga serie irregular, pero muy vistosa, de pequeños balcones levemente torcidos y precarios y puertas a las que había que acceder haciendo uso de unas pequeñas escaleras verticales; la presencia de carteles luminiscentes también era notoria y resultaba muy cautivadora. Todo esto a lo largo de la corta cuadra, más allá o más acá era oscuridad y silencio. Y mucho más acá, la avenida.
El Tussi tras haber prendido un cigarrillo, estudió la puerta de un boliche unos segundos y decidió entrar, pero antes me miró a los ojos y con tono burlón me hizo una pregunta perturbadora: “¿Así que vos sos ‘creativo’?”. Me quedé pensando unos segundos y me sentí un poco idiota por no entender la pregunta. Como respuesta balbuceé algo tan ambiguo como incomprensible.
Me quedé pensando en la pregunta, viendóla desvanecerse con el humo; pensé en la creación, en su imposibilidad estricta, en Lavoisier... en seguida noté la presencia de una mujer y mi mis pensamientos se disiparon. Estaba en la fila acompañada de una amiga. Cuando digo noté quizás debiera decir que la peché porque la entrada al lugar era muy angosta y justo al lado de la security-girl que escondía la puerta tras su escueta complexión, empezaba una fila que doblaba en seguida a efectos de no extenderse hacia la calle. Ella se cubría graciosamente la cintura con el brazo izquierdo; sobre la muñeca descansaba el codo de su otro brazo cuya mano aprisionaba un teléfono, mientras se acariciaba distraídamente la mejilla con el dorso. Miraba con ojos felinos, utilizando de a ratos a su amiga como escudo humano de mis miradas; pensé que sería inútil intentar algo o forzar la situación, me había visto, por lo que en un segundo se decidieron un montón de cosas que no consideré necesario aclarar.

Pensé que lo mejor sería volver hacia el edificio, a lo mejor en todo este rato ella ya había llegado y me estaba esperando, impaciente, desarreglándose el pelo con la mirada ausente o frunciendo las cejas intentando verme venir desde más allá de los semáforos.

(Adentro del lugar, según dicen, habían instalado un laberinto hecho de chapas oxidadas y de enormes planchas de hierro sostenidas por tuercas del tamaño de puños. Al paso de las horas hubo quienes descubrieron que bajo varias capas de zinc oxidado se escondían, cada tramos regulares, compuertas que cedían fácilmente al girar una manivela colocada justo al costado. En algún lugar protegido por una de estas compuertas se celebraba una gran fiesta).

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