miércoles, 9 de noviembre de 2011

Se mira y no se toca.

Cuando camino por el centro y es de tarde, se me da por pensar en la tristeza de los locales. No por los más olvidados y mugrientos (los muertos), sino por los que parecen recientemente abandonados o en un estado de semiutilización confusa. A esa hora, con el sol tan de costado peleando con la luz muerta de adentro, se me ocurre que es muy fácil empatizar con el local y sentir la disposición del mobiliario como algo asfixiante que quiere dejar ver, todavía, el ventanal. Por más que esté del lado de acá siento ese olor sofocante y cargado de los cuadros de De Chirico. En ese momento me vienen algunos recuerdos: una extinta galería del Salvo, los paseos infinitos en ómnibus, el resplandor de las luces y el magnífico chivo de luz. Las publicidades creo recordarlas más adustas y las letras más filosas: la del kiosko veintidós siempre me dio un miedo terrible por sus vértices de uñas de bruja, sobre el final del recorrido; recuerdo también su antítesis, la de coca-cola, que nos sonreía a todos maternalmente, hasta con dientes prestados de símbolos desconocidos. Ahí fue cuando me di cuenta que los números, así como las letras, tienen caras; y que letras tiene cara de tipo inteligente y como tiene cara de tonto. Otro recuerdo importante son los viejos: durante el viaje de vuelta este pendejo laico, privado y obligatorio, quedaba encantado por el gesto osado, por el perturbador dibujo en el aire de los que se persignaban, que se me hacían todos muy viejos. Un día se me dio por contarlos para hacer el viaje menos aburrido, el conteo no se reiniciaba nunca y siempre me acordaba la cifra de la tarde anterior; llegué a mas de cien, hasta que un día perdí el interés (me lo habrán explicado, supongo) y después la cuenta.

Así como perdí aquella cuenta también pierdo esa sensación del recuerdo, de vuelta en la calle, distraído por una mujer que justo cruza la calle hacia un portal y que en un rápido gesto libera un manojo de llaves del bolsillo trasero del pantalón. O por el sombrero peludo de una señora que sale encantada del Galpón y hace puerta y socializa con otras viejas de sombreros peludos mientras se fuman un cigarrillo, mientras se convencen de que el desnudo del final fue algo absolutamente necesario. O por alguna mujer inquieta frente a una vidriera que intenta retener marcas, precios y cuotas, y que por su palpable excitación uno la supone recién casada y ávida de electrodomésticos y cosas.
Pero volví a eludir el tema, decía que pierdo fácil esa sensación de las tardes de la niñez, y que escribiéndola y reescribiéndola posiblemente la arruine del todo pues la escritura me obliga a repensar lo sentido, construyendo miserablemente cosas sobre las ya levantadas. Luego, en un intento confuso no sé si por inmortalizarla o por exorcisarla y en respuesta a la formalización de la mente adulta, me convenzo de que la terminaré escupiendo del todo cuando termine de escribir esto, para no dejarla volver, para no seguir confundiendo las cosas.
Aunque después se me ocurre que aún así seguirán presentes, que la voluntad y el convencimiento en este tipo de cosas no existe, y que a ese subterfugio solamente se entra y no en cualquier momento. Se me ocurre que voy a seguir cautivo de las tardes, los colores, y la soledad del centro, buscando esas correspondencias sin saberlo. Y que la próxima vez que pasee por esa esquina voy a aguantarme las ganas de entrar en esa empresa de viajes de nombre fantasma para irme a pensar en estas mismas nostalgias desde la selva misionera o desde el desierto santiagueño.