Cuando camino por el centro y es de tarde, se me da por pensar en la tristeza
de los locales. No por los más olvidados y mugrientos (los muertos), sino por
los que parecen recientemente abandonados o en un estado de semiutilización
confusa. A esa hora, con el sol tan de costado peleando con la luz muerta de
adentro, se me ocurre que es muy fácil empatizar con el local y sentir la disposición del mobiliario como algo
asfixiante que quiere dejar ver, todavía, el ventanal. Por más que esté del lado de acá siento ese olor sofocante y cargado de los cuadros de De Chirico. En ese momento me vienen algunos
recuerdos: una extinta galería del Salvo, los paseos infinitos en ómnibus, el
resplandor de las luces y el magnífico chivo de luz. Las publicidades creo recordarlas más adustas y las letras más
filosas: la del kiosko veintidós siempre me dio un miedo terrible por
sus vértices de uñas de bruja, sobre el final del recorrido; recuerdo también su antítesis, la de coca-cola, que nos sonreía a todos maternalmente, hasta con dientes
prestados de símbolos desconocidos. Ahí fue cuando me di
cuenta que los números, así como las letras, tienen caras; y que letras tiene
cara de tipo inteligente y como tiene cara de tonto. Otro recuerdo
importante son los viejos: durante el viaje de vuelta este pendejo laico,
privado y obligatorio, quedaba encantado por el gesto osado, por el perturbador
dibujo en el aire de los que se persignaban, que se me hacían todos muy viejos. Un día se me dio por contarlos
para hacer el viaje menos aburrido, el conteo no se reiniciaba nunca y
siempre me acordaba la cifra de la tarde anterior; llegué a mas de cien, hasta
que un día perdí el interés (me lo habrán explicado, supongo) y después la
cuenta.
Así como perdí aquella cuenta también pierdo esa sensación del recuerdo, de vuelta en la calle, distraído por una mujer que justo cruza
la calle hacia un portal y que en un rápido gesto libera un manojo de llaves del bolsillo
trasero del pantalón. O por el sombrero peludo de una señora que sale
encantada del Galpón y hace puerta y socializa con otras viejas de sombreros
peludos mientras se fuman un cigarrillo, mientras se convencen de que el desnudo del final fue algo absolutamente necesario. O por alguna
mujer inquieta frente a una vidriera que intenta retener marcas,
precios y cuotas, y que por su palpable excitación uno la supone recién casada
y ávida de electrodomésticos y cosas.
Pero volví a eludir el tema, decía que pierdo fácil esa sensación de las
tardes de la niñez, y que escribiéndola y reescribiéndola posiblemente la arruine
del todo pues la escritura me obliga a repensar lo sentido, construyendo
miserablemente cosas sobre las ya levantadas. Luego, en un intento confuso no sé si por inmortalizarla o por exorcisarla y en respuesta a la formalización de la mente adulta, me convenzo de que la terminaré escupiendo del todo cuando termine de escribir esto,
para no dejarla volver, para no seguir confundiendo las cosas.
Aunque después se me ocurre que aún así seguirán presentes, que la
voluntad y el convencimiento en este tipo de cosas no existe, y que a ese subterfugio solamente se
entra y no en cualquier momento. Se me ocurre que voy a seguir cautivo de las
tardes, los colores, y la soledad del centro, buscando esas correspondencias
sin saberlo. Y que la próxima vez que pasee por esa esquina voy a aguantarme las ganas de
entrar en esa empresa de viajes de nombre fantasma para irme a pensar en
estas mismas nostalgias desde la selva misionera o desde el desierto santiagueño.